Thursday, March 15, 2007

Un asunto de cultura...

Este editorial de El Tiempo, me gusto
habla de un asunto que ha pasado medio oculto
en las noticias, opacado por la "parapolitica".

EDITORIAL
La coca, macartizada
15 de Marzo de 2007. Redactor de EL TIEMPO.

El Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima) acaba de emitir una orden que obliga a retirar del mercado todos los productos derivados de la hoja de coca fabricados por los indígenas del Cauca. De este modo, no solo pone en peligro la supervivencia de 2.000 familias que elaboran, venden y exportan galletas, té y refrescos de coca, sino que atenta contra la expresión moderna de una costumbre tradicional precolombina. Según el Invima, una convención internacional de 1961 impone esta prohibición, pese a que en junio del 2004 el propio instituto había autorizado las aguas aromáticas de coca.

Sería lamentable que algunos de estos pequeños agricultores, a quienes se les niega su actividad de supervivencia, acabaran cultivando cocales ilegalmente al servicio del narcotráfico, en vez de que se aceptara un consumo que no tiene que ver con la adicción a la cocaína sino con un uso tribal milenario. Hasta la reina de España ha tomado té de coca en las alturas bolivianas.

No estamos ante un problema de policía, sino cultural. Cuenta la Biblia que, terminado el diluvio universal, el patriarca Noé, que era agricultor, "plantó una viña, bebió de su vino y se embriagó". Si el Génesis no hubiera sido escrito en tierras donde hay viñedos, sino en los Andes, seguramente no habría hablado de uvas sino de coca. Y es que esta ha sido para las comunidades nativas suramericanas lo que la viña y el vino para Asia y Europa: una planta con propiedades nutritivas y psicotrópicas incorporada íntimamente a la sociedad, a sus hábitos y a sus mitos. El paralelo es claro: si los aborígenes americanos realizan determinadas actividades religiosas donde la coca tiene un papel casi sacramental, y la recomiendan como ayuda contra el mal de las alturas, el catolicismo incorpora el vino a su más preciada ceremonia y los médicos aconsejan un "vaso de bon vino", según decía el poeta Gonzalo Berceo, para ayudar a la circulación de la sangre.

La única explicación de que, a partir del siglo XX, coca y uva hayan tomado caminos tan distintos es que Occidente no produce coca, sino vino, y se ha encargado de convertir la hoja de coca en una droga peligrosa. En efecto, no fueron los incas quienes sintetizaron el dañino clorhidrato de cocaína: fueron los europeos.
En 1859, el científico alemán Albert Niemann transformó la hoja de coca natural en un nuevo producto, al agregarle en un laboratorio una serie de sustancias químicas que los suramericanos ni siquiera conocían. En ese momento nació la cocaína.

Años después, el nuevo producto comenzó a hacer carrera comercial en Estados Unidos como droga, hasta el punto de que, en 1875, la ciudad de San Francisco dictaba el primer reglamento sobre el uso de narcóticos. Pero, aun años después, el Santo Padre recomendaba las virtudes medicinales de la coca, y un farmaceuta estadounidense, John S. Pemberton, lanzaba, en 1886, cierta bebida basada en hojas de esta planta, que es hoy un imperio multinacional: la Coca-Cola.

Alegan los indígenas caucanos que esta misma compañía está presionando el veto de la Coca Sex, una gaseosa que produce la comunidad. El año pasado, la empresa nativa Nasa Coca se defendió con éxito de una demanda de Coca-Cola, que pretende la exclusividad del nombre, lo cual no deja de ser una ironía: persiguen el arbusto, pero les encanta la marca.

Es extraño que solo ahora, cuando ya había expedido licencias de producción al resguardo indígena, el Invima "descubra" un convenio firmado hace casi medio siglo. De todos modos, existe un choque jurídico que deberá dilucidar la semana próxima el Tribunal Superior de Bogotá, pues nuestra Constitución protege "la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana".

Sería tan ilógico prohibir el inofensivo té de coca en razón de que existen cocainómanos, como prohibir la uva dado que no faltan los borrachos. editorial@eltiempo.com.co

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